lunes , octubre 13 2025

Movilidad en las alturas: cómo los teleféricos transforman las ciudades latinoamericanas

En las últimas dos décadas, Hispanoamérica ha sido testigo de una transformación silenciosa pero poderosa que ha elevado literalmente a millones de personas sobre el suelo: el auge de los teleféricos urbanos. Lo que comenzó como un experimento en Medellín a comienzos del siglo XXI se ha convertido en un símbolo de movilidad social y urbana. En las ciudades donde la geografía desafía la ingeniería, el cable aéreo ha demostrado ser más que un medio de transporte: es una herramienta de integración, dignidad y desarrollo.

El punto de partida fue Medellín, Colombia, una urbe que vivía dividida por sus cerros y sus desigualdades. En 2004, el Metrocable abrió su primera línea, la K, uniendo los barrios más empinados del norte con el sistema de metro. Desde entonces, la historia de la ciudad cambió. Los viajes que tomaban más de una hora se redujeron a quince minutos; los vecinos de barrios marginados accedieron a universidades, hospitales y empleos en el valle. El Metrocable se convirtió en un emblema de la llamada “transformación social” de Medellín, acompañada por bibliotecas, parques y escaleras eléctricas que revitalizaron zonas antes olvidadas.

Poco después, Bolivia llevó el concepto al extremo. En La Paz y El Alto, el sistema Mi Teleférico conectó dos ciudades situadas a más de 4.000 metros de altura y separadas por un abismo geográfico y social. Con diez líneas y más de treinta kilómetros de extensión, se transformó en el teleférico urbano más grande del mundo. Decenas de miles de pasajeros se desplazan a diario suspendidos sobre los techos de la urbe, reduciendo sus tiempos de viaje a la mitad y evitando toneladas de emisiones contaminantes. Además, el teleférico boliviano rompió el mito de que estos sistemas solo pueden funcionar como complemento: allí, el cable se volvió la columna vertebral de la movilidad metropolitana.

México siguió el ejemplo con el Cablebús de la Ciudad de México, una red moderna que recorre algunas de las zonas más densamente pobladas del oriente capitalino. La Línea 2, en Iztapalapa, ostenta el récord de ser la más larga del mundo, con más de diez kilómetros de trayecto. Antes, un habitante podía tardar más de una hora y media en llegar al trabajo; hoy, lo hace en cuarenta minutos, en un viaje silencioso, eléctrico y con vistas panorámicas de la capital. La experiencia mexicana confirma que los teleféricos no solo son funcionales, sino también eficientes y económicamente competitivos frente a otros modos de transporte.

Bogotá también apostó por el aire. Su proyecto TransMiCable une Ciudad Bolívar, una de las zonas más empinadas y marginadas, con el resto de la capital. El trayecto completo se realiza en trece minutos, frente a los más de cuarenta que tomaban los buses tradicionales. Allí, como en Medellín, la infraestructura llegó acompañada de parques, centros culturales y programas sociales. El transporte fue la excusa perfecta para activar procesos de inclusión y esperanza.

Santo Domingo, en República Dominicana, ha logrado integrar su teleférico directamente al metro, permitiendo un tránsito fluido entre las zonas altas y el centro urbano. En Ecuador, Guayaquil construyó la Aerovía, uniendo las dos orillas del río Guayas en apenas minutos, demostrando que los cables también pueden ser parte de sistemas intermodales. En el Estado de México, el Mexicable ofrece un servicio constante y accesible a miles de personas que antes dependían de microbuses lentos y contaminantes.

El impacto de todos estos proyectos va mucho más allá del transporte. El primer beneficio es el tiempo: un recurso que en las grandes ciudades es cada vez más escaso. Millones de usuarios han recuperado horas valiosas que antes se perdían entre el tráfico y las colas. El segundo es ambiental: cada línea de teleférico reemplaza miles de trayectos en vehículos con combustibles fósiles, reduciendo la huella de carbono y el ruido urbano. Pero el más importante es social: cuando una comunidad que vivía aislada se conecta con la ciudad, cambia su destino. Los jóvenes pueden estudiar, las madres acceden a servicios médicos, los trabajadores llegan a tiempo y la economía local florece.

Sin embargo, los teleféricos no son una varita mágica. Algunos proyectos mal planificados han demostrado que, sin mantenimiento constante, participación comunitaria ni sostenibilidad económica, una buena idea puede transformarse en fracaso. El ejemplo más claro es el Teleférico do Alemão, en Río de Janeiro, inaugurado en 2011 con grandes expectativas de integración social entre las favelas del Complexo do Alemão y el resto de la ciudad. Pese a transportar miles de pasajeros al comienzo, el sistema fue suspendido en 2016 por falta de recursos y nunca volvió a operar. Hoy, sus estaciones permanecen cerradas y deterioradas, convertidas en un símbolo de promesas incumplidas y de cómo la desconexión entre la infraestructura y la realidad local puede frustrar incluso los proyectos más inspiradores.

La experiencia latinoamericana deja lecciones claras. El éxito de un teleférico urbano depende de su integración con el resto del sistema de transporte, de la participación de la comunidad en su diseño y de la visión de largo plazo de los gobiernos locales. Medellín, La Paz y Ciudad de México demuestran que cuando hay voluntad política y enfoque social, los teleféricos se convierten en mucho más que una línea aérea: son puentes entre mundos, entre cerros y entre personas.

Hoy, nuevas ciudades se preparan para seguir el camino. Bogotá construye otra línea en San Cristóbal Sur, mientras que México planea ampliar el Cablebús. La Paz evalúa extender la línea Morada hacia el aeropuerto, consolidando su liderazgo mundial. Las empresas operadoras mejoran sus cabinas, reducen consumo energético y experimentan con materiales reciclables. Todo apunta a que el futuro de la movilidad urbana latinoamericana no solo estará en los rieles o las calles, sino también en el aire.

Chile también ha comenzado a escribir su propia página en esta historia. En Santiago, el Teleférico Bicentenario proyecta convertirse en una alternativa moderna que una el sector oriente de la capital con el Parque Metropolitano, Providencia y Huechuraba. Su objetivo es integrar zonas residenciales, áreas turísticas y polos de trabajo mediante un sistema eléctrico, limpio y silencioso que reduzca los tiempos de traslado entre comunas que hoy están separadas por extensas vías saturadas de tráfico. En Valparaíso, donde la topografía es tan desafiante como hermosa, los antiguos ascensores patrimoniales inspiran una nueva visión: combinar el rescate histórico con la movilidad moderna, explorando proyectos que podrían conectar cerros emblemáticos de forma sostenible y segura.

Estas iniciativas muestran que Chile está atento a las tendencias regionales y entiende el potencial del transporte por cable como una herramienta de cohesión urbana y ambiental. En un país donde muchas ciudades se expanden sobre laderas o zonas costeras, los teleféricos podrían jugar un papel decisivo en los próximos años.

Los teleféricos han pasado de ser un atractivo turístico a una expresión tangible de equidad. Subirse a una cabina ya no es un lujo, sino un derecho ciudadano. Desde arriba, las ciudades se ven distintas: más pequeñas, más ordenadas, más humanas. Tal vez esa sea la metáfora más poderosa de todas. Mientras los cables se extienden sobre cerros y avenidas, también conectan historias, sueños y oportunidades. En latinoamérica, volar unos metros sobre el suelo se ha convertido en una manera concreta de avanzar hacia el futuro.

Acerca de José Luis Gutiérrez

José Luis Gutiérrez es Prevencionista de Riesgos, experto en Comunicaciones Digitales y Redes Sociales. Su trayectoria está fuertemente asociada a la gestión de medios de comunicación multiformato como editor de contenidos, copywriting, producción audiovisual y podcast.

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