viernes , abril 18 2025

Colaboración: “Un Cuento de Ascensores»

Bernardo Burgos Díaz y Jorge Riquelme Infante
(Almuerzo de camaradería en restaurant Fegal, Comuna de Macul)
Aporte fotográfico de Aurelio Marabolí Ayala, año 2024

Presentación

Un día lunes 19 de noviembre de 1973, con 21 años de edad, concurrí a una vieja casona en calle Olivares, ubicada en el centro del Santiago antiguo; ingresé a una empresa familiar llamada Germán Harnecker y Compañía Limitada.

Un desconocido mundo laboral abría sus puertas; en un escritorio antiguo y hermoso, Jorge Riquelme Infante, tomo nota de mis antecedentes, desde allí hemos compartido una amistad -por sobre nuestras diferencias naturales-, o sea, amistad perdurable por más de medio siglo.

Jorge ha dejado una huella difícil de seguir en la empresa, existente hoy como Ascensores Schindler (Chile) S.A; ese camino señala diversas iniciativas laborales.

Como Jefe de Mantención –después de haber sido montador de ascensores-, le correspondió formar la Unidad de Reparaciones, organizando a experimentados Maestros junto a jóvenes trabajadores, provenientes de mantenimiento y atención de emergencias. Después, su capacidad innata, lo condujo a crear el Departamento de Capacitación de Ascensores Schindler.

En nuestra historia, casi todas las actividades sociales de integración social, llevan su impronta personal: Club Deportivo, Sindicato, Fiesta de Navidad y Fiestas Patrias, Día de la Calidad, Centro Vacacional en el litoral central y un largo etcétera.

En mi memoria ha quedado grabado ese lejano lunes de noviembre y el hecho de conocer un ascensor ese día en la calle San Francisco; años después, invitado a una Celebración, esa misma calle, fue testigo silente del último contacto con la empresa Schindler.

Nos complace publicar un cuento cuyo autor es: Jorge Riquelme Infante

(Extendemos la invitación para recibir y publicar colaboraciones, dirigidas al rescate de la memoria histórica de nuestro sector).

UN CUENTO DE ASCENSORES

Era una mañana de media semana, tranquila, casi apacible. La gente, con cierta premura, se trasladaba a sus quehaceres diarios. Los negocios aún cerrados daban una impresión de quietud que se contradecía con la premura de los transeúntes. La noche era otro mundo; los negocios abiertos iluminaban la noche del centro, que se agitaba con el populoso bullicio de cientos de personas que revoloteaban como polillas por los negocios de Santiago.

Cafés, bares y otros lugares se tragaban y escupían continuamente a esta multitud reacia a regresar a sus hogares. En estos lugares, tomando un café o una copa, el ciudadano se enteraba mejor que en los diarios de los chismes de la farándula. Cuanta anécdota, historia o chisme sucedida a alguien conocido era ventilada públicamente. Parroquianos y poetas declamaban en versos los desaciertos o aciertos de estos señores. Otros políticos exponían sus críticas y flaquezas de sus pares rivales. Todo lo que podía causar noticia, curiosidad o asombro era motivo de comentario en estos locales; atractivos y entretenidos, lograban encantar al parroquiano hasta el extremo de perder el sentido del tiempo y sorprenderse al darse cuenta de que llegaba tan pronto el amanecer.

Era el Santiago de Chile del año 65.

Entre tanto, en un edificio del centro y de cierta importancia, se aproximaba la etapa final del reemplazo de antiguos equipos de ascensores por unos de nueva tecnología. Una cuadrilla de cuatro personas, incluido el que estaba a cargo, realizaba este trabajo. Existía en la sala de máquinas (centro de operaciones) una radio, armada por el encargado, con la característica de tener la etapa amplificadora, con una llave conmutadora que permitía a los parlantes instalados estratégicamente ocultos (en las canoas de iluminación de la cabina) operar como micrófono y parlante. Se ocultaban para evitar que fueran sustraídos cuando la cabina quedaba sola.

Su utilización se hacía más importante en la etapa de ajuste, que es el momento en el que se requiere tener comunicación con el técnico, que, apostado en la cabina, debe informar sobre la confortabilidad del viaje y la precisión de la parada. Era medio día en Santiago. La cuadrilla iniciaba la suspensión de las labores de trabajo y tomaba ubicación en sus lugares acostumbrados de colación. Y sucedió: por un descuido, quedó la radio conectada con el canal abierto: cabina-casa máquina.

—Entra, pus guaso, no vis que está funcionando.

—¡Tai guevón! Y si los maestros del ascensor nos dejan encerrados.

—No seai gil, si están en colación y no cachan nada.

—¡Vamos, huaso!

En el momentáneo silencio creado en la sala de máquinas, por la preparación de los alimentos, estas palabras transmitidas por la radio se escucharon claramente. Una mirada de complicidad entre la cuadrilla, una venia, y se realizó la acción que causaría asombro primero, y curiosidad después, entre la gente que trabajaba en la obra. Se para un integrante de la cuadrilla, opera la llave de cambio de la radio y, dirigiéndose a los que habían entrado en la cabina del ascensor, dice:

—Señores, tengan la bondad de indicar el piso de destino.

Esto fue escuchado claramente por los dos personajes.

—¡Cachai, huevón! ¡Nos pillaron!

—No, guevón. Si el ascensor es recontra moderno, lo dijo a una visita el arquitecto.

—Sí, que dale no más.

—¿Qué querís que haga? ¿Decirle el ocho, pus, guevón?

—¿Y por qué no lo dices tú? ¿O tienes acalambrada la lengua?

—No seai volado, no vis que tú tienes mejor palabra.

—Claro, y yo quedo como huevón si esta hueá no funciona.

—Echémosle no más.

—Si funciona, no tenemos que cargar estos sacos de arena por la escala.

—Bueno, ya. —Y, con voz no muy segura, el ocho.

Entre tanto, en la sala de máquinas, la conversación de estos pájaros había logrado captar la atención de los presentes, que se sumaron al engaño. Se realizó un registro en la maniobra correspondiente al octavo piso. El asombro del guaso fue mayúsculo, y no tanto en su compañero, que dijo:

—No vis, guevón. Si te dije que yo sabía de estas leseras, ahora entramos los tarros con la arena y subimos para arriba en el ascensor.

—¡Ah! Cachai.

—Y no tiramos pata de más, pos, gil.

—La cagó, pa ser moderna, esta hueá no hay que apretar ninguna cosa.

—Te lo dije, pos, huaso.

Ya de vuelta, con voz más segura, nombraron el piso, que el ascensor cumplió fielmente. Muy ufanos, salieron de su experiencia, contando a todos los que pudieron su aventura. Se comprometieron a demostrarlo el día siguiente en la hora de colación, pues, como no quiere la cosa, habían preguntado a uno de los integrantes de la instalación si lo dejaban funcionando en la hora de colación.

La cuadrilla en pleno acordó seguir con el juego de este parcito. Se les dijo que sí, pues era necesario tenerlo algunos minutos en marcha blanca para probar su funcionamiento. Pero al encargado de la instalación le preocupaba que pudieran hacer algún daño en ese tiempo que quedaba solo. Y, como se pensó, este parcito se ofreció para operarlo y cuidarlo en ese tiempo. Total, sacrificaban su tiempo de colación.

Esta situación se tornó habitual al medio día por un tiempo. El guaso y su compadre manejaban el tráfico, ordenando con mucha seguridad los pisos de destino de sus colegas, que, asombrados en un principio, terminaron por aceptar la situación como algo normal. Entre tanto, el integrante de la cuadrilla que inició este engaño continuaba asistiendo a las órdenes de este parcito. En esos pocos días, se corrió la copucha más allá del ámbito del edificio. Se estaba instalando en el centro de Santiago ascensores súper modernos que funcionaban solo con nombrar el piso.

En breve tiempo, era tema de crédulos e incrédulos en cafés y bares de Santiago. No podía ser de otra forma. Finalmente, reporteros de diarios y radios iniciaron la investigación y, reuniendo datos y pistas, llegaron hasta este par, que ya se consideraban operadores del más singular de los ascensores instalados en Santiago. Muy engreídos, confirmaron que funcionaban solo con nombrar el piso.

Entre tanto, la cuadrilla estaba algo ajena a la dimensión que había tomado el engaño que hacían a este parcito. Fue inevitable. Finalmente, llegaron a la sala de máquinas el ingeniero civil, el arquitecto y otros señores. Querían saber qué pasaba con los equipos; estaban intrigados. El parcito les había demostrado cómo funcionaba. ¡Qué chasco! La cuadrilla nunca evaluó las dimensiones que tomarían las bromas realizadas a un par de patudos trabajadores de la construcción. Un simple juego que les daba tema de conversación, chascarros y risas con el comportamiento de estos personajes a la hora de colación. Bueno, ya había llegado muy lejos. El juego y el nivel alcanzado no era inteligente continuar. Se mostró la radio como una herramienta de trabajo y su función en el desarrollo de la labor, y que la situación e interpretación actual había nacido por la actuación del guaso y su compadre.

Enterados y algo aliviados, comentaron y rieron de la situación. Pero preguntaron: ¿Qué harían? La cuadrilla dijo:

—¡Nada! Porque debemos decir o hacer algo. Si nunca dijimos nada sobre el tema.

La instalación se terminó. Se entregaron los equipos y todo el mundo conforme. La copucha nacida y comentada profusamente en cafés y bares de Santiago pasó rápidamente al olvido, sobrepasada por otras de actualidad. El guaso y su compadre se dieron cuenta de lo h…. que habían sido y no estaban dispuestos a ser blanco de burlas y sarcasmos. Así que contaron a todo el que preguntaba que todo había sido prueba de un experimento, que se usaría en los ascensores del futuro y que tenían prohibido hablar del tema. Con esto, termina la verdadera historia de un rumor que fue protagonista por unos días en bares y cafés del Santiago del 65.

Jorge Riquelme I. 29-04-2008

Acerca de Miguel Covarrubias

Miguel Covarrubias Saavedra es Ingeniero en Prevención de Riesgos y Medio Ambiente y Diplomado en Universidad de Chile “Economía y Gestión de Calidad para Trabajadores Líderes”. Además, es un profesional vinculado a la industria del Transporte Vertical por más de 47 años; integra también la Corporación Letras Laicas de Chile.

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